sábado, 17 de octubre de 2015

¡Estamos en Guerra!


A través de la ventana de mi escritorio oigo la voz cantante y poderosa de un joven. “¡Estamos en Guerra con Alemania!”

Mis dedos dejan de teclear. Cojo la taza de porcelana que descansa al lado de la maquina de escribir y le doy un sorbo al café todavía muy caliente. Tanto mi cuerpo como mi mente comprenden en su totalidad esa frase desgarradora porque de repente me cuesta pensar y mi cuerpo apenas reacciona. ¿Como yo puedo estar en Guerra con alguien? Es algo estúpido. Por un instante, mi conciencia se ve amenazada por una visión chocante, una visión horrible… Mis manos sujetan un fusil de guerra y con la fuerza de mil bestias tengo el valor y la osadía de disparar a alguien en el cráneo. Me avergüenzo de mi mismo y tiro el fusil al suelo. “¿Es eso valor? ¿Es valor tener las agallas de acabar con la vida de alguien al que nunca antes has mirado a los ojos, tan solo por un segundo, por intentar decirle con la mirada que va a morir?” Tras construir en mi mente literata y soñadora una filosofía enrevesada y sin salida, devuelvo mi triste atención a lo que ocurre ahí fuera, en las calles de Londres.

Cojo la taza y termino con su contenido. Saco la hoja de la máquina de escribir, la releo, sonrío, y la guardo en mi maletín. Tras un suspiro inocente, subo las escaleras hasta la buhardilla. Enciendo una vela y observo. Todo sigue igual. Los libros, recubiertos con una fina capa de polvo, estáticos como esculturas inmortales… Las novelas de Jane Austen y las hermanas Brontë, las obras teatrales de William Shakespeare, los poemas de Emily Dickinson y Robert Frost… y miles de libros cuyos autores ya no recuerdo. Sus historias deben estar olvidadas ya. Libros que llevan años esperando un nuevo lector que jamás llegará. Sitúo con cuidado la vela encima de una mesa coja de tres patas, que sostiene un jarrón con una rosa mustia. Cojo una silla escondida bajo una sábana sucia y raída y me siento. Es curioso, cuando entro aquí, siento que el tiempo pasa más rápido. Siento un desgaste abrumador, siento que me vuelvo viejo y que mis huesos se resquebrajan…

Consigo abandonar las sensaciones de vejez y pienso en lo que esta por suceder en mi país. ¿Cómo voy a acabar mi libro si estamos en guerra? Estar en Guerra para mi, con mi juventud, con mi fuerza, significa ir a luchar por mi país a un campo de batalla en el que todos, absolutamente todos, somos piezas de un juego sin reglas. Miro a través del minúsculo ventanuco de la buhardilla. Miles de jóvenes como yo corren despeinados a los puestos del ejercito, para alistarse. Miles de jóvenes, idiotas… No hace falta ser soldado para darse cuenta de que en el campo de batalla, tu vida no vale absolutamente nada. Pero desde fuera, la guerra es excitante y atractiva. Además, ¿a quién no le gusta luchar por su patria? Tengo que salir de aquí.

Con pensamientos de incertidumbre, apago la vela y bajo al recibidor. Me pongo mi gabardina y mi sombrero y acompañado únicamente por mi preciado maletín cruzo la puerta a las fantásticas y exóticas calles de mi opresiva y neblinosa ciudad. 








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